domingo, 16 de marzo de 2008

Una mirada desde la nada


¿Qué ventajas ves en inculcar a los hombres que una fuerza ciega decide su destino, que castiga por pura casualidad tanto la virtud como el pecado, y que su alma no es más que un débil aliento que se apaga en el umbral de su tumba?...
...Sólo un criminal despreciable ante si mismo, repugnante a los demás, puede creer que la Naturaleza no nos puede ofrecer nada más bello que la nada.

Robespierre
Discurso del Ser Supremo, fragmentos contra Fouché.

Si no fuera porque las etiquetas cada vez me incomodan más –esas conceptualizaciones demasiado cómodas, fáciles de usar y que la mayor parte de las veces nos disculpan de hacer el esfuerzo de pensar de una forma más rica ¡y claro, más difícil!, la realidad– estaría de acuerdo en aceptar que la película de los hermanos Coen No country for old men es un buen thriller.

No sé cuáles son las formas especificas del género más allá del suspenso, el héroe que lucha contra el villano, de las generosas dosis de peligro, crimen, violencia y horror. Ignoro de técnicas de narración cinematográfica pero me parece que esta película las cubre a cabalidad. Pero como toda gran obra esta no se limita a ser buena en un género, no propone una lectura única como sugeriría la etiqueta. Creo que una visión metafísica de raigambre trágica es un horizonte desde el que se articula la narración más evidente.

Ese horizonte es también thriller, es decir, nos produce emoción y sobre todo estremecimiento, pero no por la primera mirada –que de por sí lo hace magistralmente- sino por algo más profundo y fundamental que está en un segundo plano: lo absurdo, caótico, vacío y trágico de lo real. Concentrado en Chigurh, el personaje de Bardem, pero esparcido por toda la película, se nos hace patente que respecto a la realidad todas las previsiones, esfuerzos por comprenderla, controlarla, darle algún sentido, pedir justicia y finalmente, suprimirla -si es necesario- para lograr nuestra paz, bienestar y cordura, son estériles, limitados, apenas gestos en la arena que se esfuman rápidamente. Son construcciones desvencijadas y efímeras que intentar soportar de distintas maneras la aridez y desamparo del mundo, hecho metáfora en los desiertos donde se desarrolla la película.

Esa mirada trágica se expresa en el tratamiento que hacen los directores de la muerte. A través de la impasibilidad, la lógica absurda, la insana persistencia de un psicópata, nos recuerdan que la muerte es soberana en este mundo ¿no es acaso así? ¿No sabemos -y para vivir hacemos todos los esfuerzos por olvidarlo- qué siempre está a nuestro lado, qué no le podemos huir, qué ella pone la hora y el lugar para la cita definitiva, arreglada bajo la lógica del azar, qué poco a poco la vamos alimentando, qué no necesita de excusas ni justificaciones?

Aumentado e intensificado por la trama delincuencial, sabemos que el mundo mostrado por los directores es nuestro mundo, que el caos lo gobierna y la mayoría de las veces la violencia es su tono dominante. Qué todo, en especial la riqueza, el bienestar y la felicidad, son circunstanciales, frágiles, inasibles, apenas destellos -¡pero cuánto brillan, nos iluminan y enceguecen a veces!- contra el fondo oscuro de la nada.

Uno de los detalles magistrales de los hermanos Coen es la ausencia de una explicación o justificación trascendental: sea religiosa, mágica, estética e incluso teórica. El mundo se muestra plano, sin signos dados ni orden, en fin, sin certezas que acompañen y garanticen un final feliz o expliquen el dolor, simplemente no las hay, sólo contamos con las nuestras y sabemos cuán provisionales son. Pero, además, sin un lugar a donde mirar, buscando consuelo o refugio fuera de ese mundo, él es todo, es silencioso y nada más.

Los Coen muestran con virtuosismo, a través de los personajes, la posición ante ese mundo y la muerte: si lo encaramos, nos mentimos pretendiendo ignorarlo, nos hundimos en su portentoso torrente, dispuestos a ahogarnos con impúdico cinismo o ser concientes de ello y vivirlo, con cautela, en esa actitud de una lúcida aceptación aunque inconforme, no resignada, sin simpatías o pactos con él.

No es casual, que sea Bell (Tommy Lee Jones) un sheriff a punto de retirarse quién encarne esa mirada que muestra sorpresa, horror, desaliento, incomprensión y melancolía sin esperanzas, sin certezas y que encuentra consuelo en el old-time way y en la evanescencia de los sueños. Llewelyn (Josh Brolin) valiente, heroico, que infructuosamente tratará de enfrentar la realidad, parcialmente la sortea, pero finalmente sucumbirá a ella. Wells (Woody Harrelson) junto al absurdo ejecutivo de escritorio y otros que pretenden manejarla, controlarla y usarla a su interés. Los personajes anónimos como los traficantes o la mujer en la piscina, tan sumidos en ese caudal que apenas lo barruntan y, finalmente, Carla Jean (Kelly Mcdonald) con la frágil pero clara conciencia sobre el mundo, con la certeza trágica del triunfo de la muerte y proclamando, sin dramatismo, su crueldad, sinsentido e injusticia.

Los Coen nos proponen en su película distinguir entre la ficción y la realidad, pero esa distinción no pasa a través su excelente film y la realidad fuera de la sala de proyección, sino de nuestra feliz y amable visión ideológica contra la árida, terrible, a veces hermosa y acerada limpidez del mundo.

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