lunes, 23 de agosto de 2010

El discreto encanto de nuestra burguesía

El espíritu de nuestro tiempo, criado bajo el más totalizante y chato hedonismo no puede entender –y por eso no hace suya- la necesidad del padecimiento, del tránsito en el desierto, de vivir la derrota, del saber gustar la acrimonia con que a veces se nos presenta la vida, de acariciar su dureza constitutiva y ejercer el recogimiento al que invita la noche oscura del alma. Ante eso nosotros siempre preferimos huir hacia lo soft, lo cool, lo edulcorado, forzar hasta lo absurdo y ridículo el happy end.

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Del mismo modo, la necesidad de una expresividad extrema, casi constitutiva de nuestro ser (el uso y abuso de teléfonos celulares, computadoras, el amplio espacio de los medios de comunicación son rasgos importantes de este goce devorador de comunicarse, de estar conectado, de hacerse notar) ha acallado el momento del silencio, de la mudez, del alejarse por momentos del parloteo infinito y tratar de escucharse en la intimidad, palpar lo que tenemos que decirnos y lo que dice el mundo a través de nosotros. Pascal tenía parte de la respuesta: seguramente no vamos a soportar lo que se nos aparece que es la muerte y nuestra condición de absoluta menesterosidad y finitud.

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Coquelin: ¿Qué es lo bello?
Oscar Wilde: Lo que el burgués llama feo.
Coquelin: ¿Y que es lo que el burgués llama bello?
Wilde: Eso no existe.


La cultura burguesa –y en especial nuestra burguesía y pequeña burguesía criolla- no puede tener la experiencia de la belleza ni, en consecuencia, intentar vivir bellamente, porque solo gusta de lo bonito, lo iluminado, de la melodía graciosa y sobre todo la novedad de oropel. No hace suya la necesidad del equilibrio con la oscuridad, el horror, el tempo cansino, el pararse ante el abismal misterio de lo real. Igual que lo meramente bonito, lo grotesco, no el horror sino lo horrible, la música violenta y brutal (pienso en el reaggetón), la sordidez, tienen un espacio aparte en sus vidas, aislado sin vasos comunicantes con lo anterior, del cual se entra y sale como de la casa del horror de la feria, que se disfruta, pero que está desconectado de la vida como la feria fuera de la ciudad.

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Si no fuese tan natural debería llenarnos de asombro y tristeza la pobreza espiritual de nuestras actuales clases más o menos pudientes. Su falta de cultura, de formación amplia, universal, su gusto ramplón y por tanto sus costumbres tan chatas y, no menos importante, su cobardía política y falta de un ethos.

Por referencia a la cultura basten un par de ejemplos. Con el copamiento de los museos públicos, bibliotecas, teatros por las grises y chabacanas propuestas chavista no se ve ninguna iniciativa -a no ser por minúsculas gestos de grupos que para nada encarnan el sentir general- de crear alternativas a esos espacios para sí mismos. La respuesta es simple: no les hace falta. Basta preguntarse cuáles son sus logros en la cultura, cuál es su “consumo” cultural. Otra vitrina de su estulticia son las Universidades. Las privadas son en general centros de formación de cuadros técnicos para empresas y negocios y para nada lugares de formación de un espíritu vigoroso en todas las áreas de la cultura, de generoso mecenazgo de algo distinto a la administración, derecho y economía (ojalá fuésemos más pitiyanquis en esto y siguiéramos el ejemplo de la Universidades privadas norteamericanas) y, por otra parte, las Universidades públicas languidecen arrinconadas vilmente por el gobierno sin importarles mayor cosa más allá de cierto tráfico politiquero de corto alcance.

Respecto a lo segundo, lo que podríamos llamar sus "virtudes" republicanas, el panorama tal vez es peor. Cómo en lo anterior, excepto en poquísimos casos, este sector social encerrado en sí mismo por el terror neurótico, impotente, le ha dado la espalda al país, ha perdido la apuesta cívica, el honrarse con el servicio público, reconocer la necesidad de involucrarse y ejercer lo político. Contrasta con la actitud de esas mismas clases de cuarenta, cincuenta o sesenta años atrás que construyeron un país (desde el establishment o contra él), que se tomaron el riesgo de enfrentarse a la dictadura y posteriormente, en la naciente democracia, se fueron a la guerra (una guerra de verdad) o se quedaron a defender el modelo político que habían construido, lo que no es menos valiente. Al enajenarse de esa manera no extraña que la única salida que perciban es irse del país, lo que no deja de tener, por cierto, muchísima justificación. En todo caso, volver a recuperar ese lugar, hacer vida en este país, en el sentido más amplio y generoso llevará mucho tiempo, esfuerzo y, seguramente, que vengan otros distintos a estas dos generaciones ahogadas en su propia impotencia y mezquindad.

Nota Bene: mal pensaría algún lector distraído que estas líneas pudieran usarse al lado de la verborragia chavista contra "la oligarquía", nada más alejado de nuestra intención. A buena parte del chavismo de clase media y su ricachones les queda el triste papel no de ser la antítesis de lo descrito anteriormente, sino tal vez su culminación más extrema.