sábado, 6 de octubre de 2007

Prejuicios y principio de caridad

Una de las más importantes enseñanzas de la hermenéutica filosófica es que en la comprensión inevitablemente partimos de prejuicios. Estos son presupuestos con los que abordamos, por ejemplo, un texto o una conversación. La racionalidad pondrá en tensión esos prejuicios y a medida que avanzamos en la comprensión algunos de ellos encontrarán justificación y otros serán abandonados. Nunca partimos, como en ciertos “ideales” metodológicos de la ciencia, de un punto imparcial, purificado de todo prejuicio, aséptico… Ni llegamos a él. El final (no definitivo, sino parcial) es el resultado de haber confrontado nuestros prejuicios de partida mediante el diálogo que se ha generado con el otro (el autor o interlocutor). El resultado es que nos encontramos en una posición distinta a la inicial, ciertamente más enriquecida para nosotros y los otros. Ello es solo el principio de una nueva interpretación de un nuevo diálogo y así continuamente.
De modo que el prejuicio siempre está ahí, el asunto es cómo lo consideramos, si lo abrimos al diálogo racional o lo mantenemos impermeable e inamovible, si somos más o menos concientes de él o no lo percibimos, si asumimos que es un punto de partida y no de llegada.
El viernes 29 de septiembre tuve varias experiencias con los prejuicios, los míos y los de otros, en el comienzo del ciclo de conferencias que organiza el Vicerrectorado Académico acerca de la reforma constitucional. En las primeras de cambio se confirmó el primero que traía: iba ser un encuentro entre opositores donde se iban a reafirmar, dentro de casa, entre amigos - de nuevo, sí de nuevo – por qué la reforma es un esperpento, una mera estratagema, un engaño. Más de lo mismo. Con el detalle que no era una reunión de amigos sino un espacio académico, abarrotado de estudiantes y que, durante el tiempo que estuve, no escuché ninguna pregunta que se hicieran los sesudos exponentes a sí mismos, acerca de por qué mucha gente apoya esa reforma o por qué si, según un panelista, entre formas de gobierno (con sus respectivas constituciones) que tipificó como tiránicas, democrático sociales, o socialistas (democracias populares al estilo del socialismo real de la Unión Soviética), al menos por estos lados, la cosa parece más bien revuelta, entremezclada y donde el modelo de las democracias sociales ha fracasado tan estrepitosamente. Nada, sobre eso silencio.
Pero el prejuicio más nocivo, precisamente por impermeable e inconmovible, en el que se amurallan chavistas y opositores, cambiando de signos y de consignas, es la incomprensión de los otros. Según los prejuicios de la oposición, los que apoyan la reforma son tarifados, están “comiendo” en el gobierno, son corruptos, o en el mejor de los casos, creen con fe de carbonero en Chávez y lo que el dice es santa palabra o –pobrecitos- están embobados por ese encantador de serpientes. No se piensa que a lo mejor tienen razones comprensibles, argumentos que soportan sus creencias y que, a lo mejor, en muchos, no todo es la conveniencia más egoísta y vil, el compinchaje, o la fe de la manada en el líder. Del otro extremo, el pensar que cualquiera que pretenda el cambio de una coma en el proyecto de reforma, es sospechoso de traición, de reaccionario, cómplice de oscuros intereses, golpista, mal intencionado o, también en el mejor de los casos, engañado por las matrices mediáticas. Pero casi ninguna sospecha de que hay algunas razones nacidas de la propia cabeza (o de otros, pero pensadas como propias), que se asumen honestamente y que van desde el desacuerdo rotundo a la crítica de aspectos de la reforma con los que se disiente sin desmedro de otros acuerdos.
De la filosofía analítica nos viene una aproximación o comprensión de las ideas o creencias de los otros que se denomina “principio de caridad” según el cuál, a pesar de los posibles desacuerdos, debemos pensar que lo que dicen los otros está soportado por argumentos y que eventualmente, si nos parecen irracionales, a lo mejor es que no los comprendemos bien, no los entendemos aunque estén ahí. En fin, nos pide suponer que lo que el otro cree posee alguna racionalidad aunque no se nos haga patente de forma clara. Aunque este “principio de caridad” prima facie parezca una ingenuidad, examinándolo con cuidado no lo es tanto, veamos.
El problema es el de la generalización: al menos que pensemos que todos los opositores o chavistas son sacados del mismo molde, debemos aceptar que cada uno es distinto, de modo que si conocemos las ideas de uno o sus motivos, proyectarlas a todos parece más o menos abusivo. Por otra parte, no tenemos conocimiento de lo que piensan todos o grupos muy grandes (en nuestro país hablamos de unos cuantos millones de personas de lado y lado), así que decir que son de tal o cual manera, que actúan todos de la misma forma y bajo los mismos argumentos parece igualmente exagerado, por no decir estúpido e inmoral. Tal vez nos quede suponer que son como nosotros, que tienen razones aunque distintas a las nuestras, con las cuales toman decisiones y se comportan de cierta manera. Es un supuesto, pero acaso uno que garantice si bien no el acuerdo, sí al menos conocer las diferencias, argumentarlas y entenderlas. Solamente mediante un diálogo donde se intercambien argumentos de la forma más racional posible, podemos convertir al otro, no en el infierno que decía Sartre, sino en un igual, aunque distinto.